Guardaba los discos con los discursos del generalísimo en álbumes rojos. Había álbumes así: con cordoncillos y un retrato en relieve del caudillo.
Cuando resultó que Stalin era un bandido, mi tío se sintió sinceramente desolado.
Cuando destituyeron a Malenkov, trasladó su afecto a Bulganin. Bulganin tenía el aire de un policía provincial de antes de la revolución. Y mi tío era justamente de provincias, de Novorosiisk. Quizá quisiera de verdad a Bulganin, un hombre que le recordaba los ídolos de su infancia.
Luego quiso a Jruschov. Y cuando echaron a Jruschov, a mi tío se le agotó la capacidad de amar a más gente. Se hartó de malgastar en vano sus sentimientos.
Decidió entregar su amor a Lenin. Lenin llevaba muerto desde hacía mucho tiempo, de modo que era imposible destituirlo. Ni siquiera era fácil dañar como es debido su imagen. Era imposible, por tanto, quitarle a mi tío aquel amor...
Por lo demás se diría que el hombre se desarmó ideológicamente. Sin abandonar su afecto por Lenin, quiso por igual a Solzhenitsyn. También quiso a Sájarov. Sobre todo, por haber inventado éste la bomba de hidrógeno. Y no haberse dado, sin embargo, a la bebida y luchar por la verdad.
A Brézhnev mi tío no lo quería. Brézhnev se le antojaba un fenómeno pasajero (impresión que no se vio confirmada por el tiempo)...”
Serguéi Doblatov, Los nuestros, Barcelona, Áltera, 1999. (trad. Ricardo San Vicente)